viernes, 8 de julio de 2011

LA PARTITURA: ACTO II (CONTINUACIÓN)

Mi nombre es Sir John Huntington III, hijo del tremendamente famoso landlord Sir John Huntington II y de la hermosa y encantadora hija de la duquesa de Portsmouth, Mrs. Eleanor de Dumbville. Posiblemente ya habrán oído hablar de mí, puesto que soy escandalosamente popular entre el gentío de esta ciudad (cosa que no deja de ser notable, teniendo en cuenta el sorprendente aumento de la población durante este último año), sobretodo y comprensiblemente entre las damas, dado que también resulto ser el soltero de oro más codiciado por los sabios padres para sus inocentes hijas casaderas, que conservan su ingenuidad bajo llave en enormes y soleados cuartos de ventanas pequeñas y estrechas, colchas de brillante seda creadas para acariciar sus dulces pieles, tocadores de madera de cerezo con espejos que reflejan sus bellos rostros cuando ensayan los coqueteos de algún futuro escarceo amoroso, y también sus deliciosos cuerpos cuando mudan de ropa, tan hermosos como pálidos sus senos, tan perfectas como voluptuosas sus caderas, tan apetecibles, tan deseables, aguardando tan sólo a que yo escoja a una de ellas, la despose, y la colme de riqueza y respetabilidad durante el día, sin que ninguna de las pobres y confiadas madres sospeche de las bárbaras perversidades de las que seré capaz al caer la noche...pero he vuelto a salirme de contexto; por favor, perdonen mi alarmante falta de educación.
Como iba diciendo, cierto es que en absoluto me extraña disfrutar de tanto éxito entre las mujeres, puesto que, dejando aparte mis dotes, el atractivo físico me caracteriza: Heredé el cuerpo bien formado y desgarbado de mi padre, con un porte clásico inolvidable, hombros anchos y todo en sus justas proporciones; de mi madre, en cambio, heredé el cabello oscuro y liso, el rostro ligeramente angulado pero de líneas suaves, la nariz de perfil romano y los labios finos de perfecta sonrisa, pero sobretodo los ojos, unos ojos azules tan cristalinos que parecen grises, luminosos como ellos solos y que, en combinación con mi tez inusitadamente clara, provocan mudos aspavientos de asombro y admiración allá por donde paso.
Sin embargo, lo que ni mis difuntos padres ni yo hemos sabido nunca es el origen de un extraño talento musical del que he dado manifiesto desde una temprana edad, aprendiendo instantáneamente toda canción que captaban mis oídos, por complicada que ésta fuera, y reproduciéndola nota por nota, compás por compás, para el deleite sorpresivo de todo el que me tuviese cerca. Incluso creaba nuevos apéndices, nuevas canciones dentro de las anteriores, innovando la pieza, mejorándola. Este inusual don pronto hizo mella entre parientes y amigos de la familia, que durante mi infancia colmaron mis aposentos con todo tipo de instrumentos, desde una flauta travesera artesana hasta el más lujoso de los pianos, pasando por guitarras, arpas, clavicordios e incluso un laúd, del cual, por cierto, me aburrí bastante pronto.



La sensación que recorre mi cuerpo al tocar un instrumento, cualquiera que sea, es indescriptiblemente maravillosa; cada uno de los movimientos se pasea por mi espina dorsal como un escalofrío: la estrofa, en andante; el súbito estribillo, convertido en allegro; los puentes, en piano o pianíssimo; e incluso los finales, por estrepitosos que puedan resultar, me producen un gigantesco éxtasis musical en cuanto llego a la nota final. Me parece fascinante cómo la música puede llegar a salir de nuestro cuerpo, como si fuera una explosión de emociones, aunque, a pesar de todo, se trata de una explosión ordenada, ejecutada, como un...vaya, no recuerdo lo que iba a decirles; de nuevo les presento mis disculpas, espero que por última vez.
Aun así, se podría decir que mi ser siempre se mostrará incompleto en este aspecto hasta el día en que sea capaz de tocar la única canción que me ha resultado imposible: La Sinfonía nº7 de un hombre llamado Straub. Jamás he encontrado ninguna otra pieza de este autor, incluso buscando en las bibliotecas más completas y antiguas o en las colecciones privadas más extrañas y ostentosas; ni siquiera he hallado una mísera reproducción de la partitura que yo poseo: impreso en grabados plateados sobre cuero negro el título; sobre pergamino amarillento la composición; diferentes pentagramas trazados artísticamente a tinta china; remates metálicos en dos de las esquinas; hermosa en conjunto por su simpleza. En el sentido musical no es nada del otro mundo, pero, a pesar de ello, cada vez que trato de reproducirla, no llego más allá de la cuarta nota del primer compás (un sencillo mi menor) sin que desafine un tono, o un semitono, o se me rompa una cuerda, o, en general, ocurra algo inesperado que me impida el terminar de tocarla. Es un caso curioso, e incluso podría llegar a ser ligeramente irritante, aunque, como comprenderán, apenas tengo tiempo para ocuparme de nimiedades como esa...

To be continued...

Say Hello to the Queen

Andy Knife

P.D.: De regalo os dejo otro de mis dibujos, en esta ocasión es de hace poco; debe de ser la firma más absurda que he hecho jamás. Puede que próximamente también cuelgue alguna canción mía y/o crítica músical...sí, también soy guitarrista y cantante (risa maquiavélica de fondo)...




No hay comentarios:

Publicar un comentario